“(…)Busco regiones devastadas en mí mismo.
Todos buscamos esas regiones cuando
nos sorprende la adversidad.” Rafael Pérez Gay
La gran curiosidad que nunca ha sido del todo satisfecha es la de conocer, predecir y ser capaces de enumerar todas las puertas y pasadizos secretos que tiene nuestro cerebro. Ahí reside todo lo que somos y el control para movernos, comunicarnos y reaccionar ante el mundo. En 1936 el neurólogo Walter Freeman abrió para la ciencia médica uno de sus episodios más cuestionables en cuanto a la mano del hombre y su temeridad al querer trastocar las conexiones nerviosas que se pensaba eran responsables de la depresión, esquizofrenia, ira, sentimientos suicidas, en una sociedad norteamericana reconstruyéndose después de la segunda guerra mundial; cientos de veteranos de guerra pasaron por las manos del doctor Freeman para ser lobotizados. La lobotomía transorbital era un procedimiento médico en el que se introducía un estilete –en principio fue un picahielos- dentro de la cuenca superior del ojo para llegar al lóbulo frontal del cerebro, luego, con movimientos calibrados de cinco centímetros a la derecha e izquierda, se destrozaban los vínculos nerviosos que eran la supuesta causa de trastornos emocionales. Sobra agregar que los resultados de las lobotomías eran pobres, e incluso derivó en la muerte de varios pacientes. El cerebro humano, telar encantado; como lo describe Bruno Estañol, no ha cedido a ser descifrado en su totalidad. Quién no se ha maravillado cuando sopesa toda una vida encerrada en esta masa suave que encierra todo lo que se ha visto, amado, las experiencias, imágenes, los sueños, las sensaciones, el terror.
Precisamente, uno de los últimos temas que obsesionaron al escritor Federico Campbell fue el de las cuestiones neurológicas, la memoria, el cerebro en la ciencia y literatura. Uno de los libros que llamara su atención en sus últimos meses fue el escrito por Rafael Pérez Gay, El cerebro de mi hermano, una memoria personal donde Pérez Gay recopila dolorosos episodios a manera de informe devastador sobre su hermano mayor: José María, escritor, traductor y filósofo fallecido en 2013. “Apuesto a que los gatos conocen el cerebro de mi hermano, enfermo desde hace años de unas dagas invisibles dentro de la cabeza que lo han postrado en una silla de ruedas cuya dirección es el limbo”, describe desconsolado el escritor, en un libro en el que invita a su lector a acompañarlo a las salas de espera de todos los hospitales blancos y ajenos al que tarde o temprano, todos llegamos cargando nuestro cuerpo herido, la mente confusa o la clara certidumbre de una mortalidad que nos engañamos en el presente, para seguir siendo los hacedores de afanes que al final son siempre efímeros. El cerebro de mi hermano es una memoria que comparte momentos clave en la vida de los hermanos Pérez Gay; un padre “extraordinario, ausente, loco, y una madre melancólica, solidaria”. La familia vivió en departamentos rentados en la Ciudad de México con carencias económicas en “un tiempo en que el aeropuerto era tan pequeño que quienes despedíamos a un viajero podíamos salir al aire libre y decir adiós detrás de un barandal de hierro a unos metros de la aeronave”. Asistimos en este texto a las múltiples fracturas que se dan dentro de una familia, un viaje de estudios en Alemania que le daría a José María, la oportunidad de alejarse de un ambiente viciado por el amor-odio hacia su padre, la devoción por los libros que en un reencuentro de dos hermanos adultos seguiría siendo el puente de coincidencia: el amor por la literatura, aunque en el caso de
uno de ellos, se convertiría en tormento ya que su cerebro no reconocería –debido a la esclerosis múltiple y la serie de infartos cerebrales- eso que llamamos letras.
El discurso narrativo de Rafael es certero y cruel para sí mismo. Confiesa que en este intento de enterrar a su hermano con este libro sólo ha logrado mantenerlo con vida, en un esfuerzo absurdo por entender, escribiendo, las señales de una enfermedad progresiva que se instaló en el cerebro de su hermano: un cerebro imaginativo, lleno de música de Mahler, de la poesía de Paz, Beckett y García Lorca, de sentencias de Flaubert, de la obra freudiana.
Necesariamente este informe de la memoria nos conduce a reflexionar sobre loque guarda el hermoso cerebro y su fragilidad. Cómo empezamos a ser en él a medida que se acumula lo vivido y cómo, "de un plumazo, empezamos a ser nada, nadie, nunca” cuando nuestro almacén de conocimientos y amarras en el mundo es vaciado por la vejez o esas raras enfermedades que no perdonan al cuerpo, que se comen a quien hemos ido.
Iliana Hernández Partida
Ensenada, Baja California, Mex.
Autora, traductora, pintora, maestra en Cultura Escrita/Lenguas Modernas,
docente en la Facultad de idiomas de UABC.
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