"Hermes, el más antiguo profeta de la humanidad, reveló el verdadero conocimiento a Moisés." [1]
La historia milenaria del niño rescatado de morir en las aguas del río Nilo, por Henutmira, hija del Faraón Ramsés I, quien fue nombrado Hosarsiph, que significa “El salvado de las aguas”; que al paso del tiempo se convirtió en el Salvador del pueblo de Israel, esclavizado por 430 años en Egipto; fue legislador, presentando leyes sobre las que se fundamenta el desarrollo de la humanidad en variados órdenes de la vida, y en referencia de diferentes disciplinas de la ciencia, por el caudal de enseñanzas.
Maimónides, de los mayores estudiosos de la Torá en la época medieval, de Platón, de Aristóteles, y del patriarca, dijo: “nuestro Maestro, se distingue de los demás. Ni desde Adán hasta Moisés, se efectuó otro semejante por profeta de los que conocemos. De igual modo, es principio fundamental de nuestra Ley, y jamás habrá otro; por eso, es creencia nuestra que nunca hubo ni habrá ninguna otra Ley, sino la de Moisés, nuestro Maestro”.[1]
Sus primeros años:
Moisés, fue educado por sacerdotes de Egipto; de niño, fue dedicado al culto de Isis y Osiris; en su adolescencia fue visto como levita, en la coronación del Faraón Ramsés II y, en las procesiones sacerdotales de las grandes fiestas, llevó el ephod, el cáliz o los incensarios.[2] Ahí, aprendió saberes esotéricos y herméticos de la civilización egipcia. El universo le había trazado porvenir desde su nacimiento. A Ramsés I, le fue revelada la profecía del niño que pondría en riesgo su imperio, llevándolo a decretar la muerte de niños varones israelitas nacidos ese día.
“El irrepetible y único”, decía Maimónides, lo tenía todo, aun así, estaba insatisfecho; de niño sintió el llamado del desierto, al forjar destellos de una visión de libertad, que consistía en ofrecer a su pueblo, un paraíso colmado de leche y miel. Siendo un joven egipcio, antes de ingresar a la iniciación de Isis, “contemplaba, una plaza inmensa, sembrada de obeliscos, de mausoleos, de templos pequeños y grandes, de arcos de triunfo, una especie de museo a cielo abierto dedicado a las glorias nacionales, adonde se llegaba por una avenida de seiscientas esfinges, de pronto vio llegar a su madre real, él se inclinó hasta tierra y esperó, según la costumbre, a que ella le dirigiese la palabra.” Vas a penetrar en los misterios de Isis y de Osiris”, dijo; durante largo tiempo no te veré, hijo mío; Pero no olvides que eres de la sangre de los Faraones y que soy tu madre. Mira a tu alrededor ..., si tú quieres, algún día... todo esto te pertenecerá”. Y con un gesto circular, ella mostraba los obeliscos, los templos de Memphis y todo el horizonte.
Una sonrisa desdeñosa, se dibujó en su semblante de cara de bronce. “¿Quieres, pues, que gobierne este pueblo que adora a los dioses con cabeza de chacal, de ibis y de hiena? De todos esos ídolos, ¿Qué quedará dentro de algunos siglos?” Hosarsiph cogió con su mano un puñado de arena fina y la dejó deslizarse a tierra entre sus dedos, ante los ojos de su madre asombrada: “lo que queda aquí”, añadió. ¿Desprecias, la religión de nuestros padres y la ciencia de nuestros sacerdotes? cuestionó la madre: “Al contrario, aspiro a ellas. Pero la pirámide está inmóvil. Es preciso que se ponga en marcha. Yo no seré un Faraón. Mi patria está lejos de aquí... Allá... en el desierto”.[3]
Moisés, se despidió de su madre real, con el ritual acostumbrado, y por unos momentos, se perdió en el desierto, toda vez, que, en las entrañas de ser, tenía grabado el camino que debía seguir. En lo más profundo, sentía una fuerza que lo impulsaba a ver la inmensidad de un océano desértico, formado por partículas pequeñas de arena.
Las circunstancias lo favorecían; su sabiduría, le brindaba posibilidades, de acceder al trono de Egipto [4]. ¿Qué más podía aspirar? De ser hijo de esclavos, pasó a ser príncipe egipcio, con el inalienable derecho de asumir el mando de Faraón. Pero, las condiciones eran otras. Un hecho sangriento, cambió los acontecimientos. Moisés mató a un egipcio, al salir en defensa de un esclavo, y huyó al desierto, a Madián donde Jetro lo inició y lo instruyó en las ciencias esotéricas. Se casó con la séptima hija del sacerdote, Zipphora, que significa, refulgente., emblema de una antigua y “brillante ciencia esotérica”; ahí, aprendió los saberes del desierto, recibiendo el llamado de Dios, a través de la zarza ardiente en el monte Sinaí, una revelación divina, que lo instaba a liberar a los suyos de la esclavitud que vivían en Egipto.
Los designios se cumplieron. Israel fue liberado, tras castigos y calamidades que sufrió el pueblo Egipto. El mar rojo, se abrió al paso del pueblo elegido. Se instauró el culto a un solo Dios, se establecieron leyes y normas para fundar una mejor sociedad, y en el camino Moisés dejó presidir a Josué para llevar al pueblo a la Tierra Prometida; él, se fue a morir, a los 120 años de edad, en los campos de Moab, frente al monte consagrado a Nebo.[5]
[1] Maimónides, Guía de perplejos, P.352 [2] Schure, Edouard. Los grandes iniciados. P. 138. [3] Schure, Edouard. Los grandes iniciados. PP. 138 y 139. [4] Henutmira, la princesa real, soñaba para su hijo el trono de los Faraones. Moisés era más inteligente que Menephtah, hijo de Faraón Ramsés II; Moisés podía esperar una usurpación con el apoyo del sacerdocio. Los Faraones, solían designar a sus sucesores entre sus hijos, pero algunas veces los sacerdotes anulaban la decisión del Faraón después de su muerte, en interés del Estado. [5] Blavatsky, Helena. La Doctrina Secreta. Tomo IV. Página 12. Nebo, el Dios de Sabiduría más antiguo de Babilonia y de Mesopotamia, era idéntico al Buda indo y al Hermes–Mercurio de los griegos, siendo la única alteración una ligera variante en los sexos de los padres. Lo mismo que el Planeta Mercurio, Nebo era el “inspector” entre los siete Dioses de los Planetas; y como personificación de la Sabiduría Secreta era Nabin, un vidente y un profeta. A Moisés se le hace morir y desaparecer en el monte consagrado a Nebo. Esto muestra que era un Iniciado y sacerdote de ese Dios bajo otro nombre.
[6]Blavatsky, Helena. La Doctrina Secreta. Tomo IV. Página 12. Nebo, el Dios de Sabiduría más antiguo de Babilonia y de Mesopotamia, era idéntico al Buda indo y al Hermes–Mercurio de los griegos, siendo la única alteración una ligera variante en los sexos de los padres. Lo mismo que el Planeta Mercurio, Nebo era el “inspector” entre los siete Dioses de los Planetas; y como personificación de la Sabiduría Secreta era Nabin, un vidente y un profeta. A Moisés se le hace morir y desaparecer en el monte consagrado a Nebo. Esto muestra que era un Iniciado y sacerdote de ese Dios bajo otro nombre.
Santos Ariel Agramón
Culiacán, Sinaloa, Mex.
Licenciado en Economía en la UAS,
Maestría en Economía Regional UAS (2005)
Consultor en Proyectos y Finanzas Públicas.
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