LOS VECINOS
- Maricela Bustillos Rodríguez
- 9 jul 2022
- 7 Min. de lectura
“Más vale bueno por conocido que bueno por conocer”...

Ayer nos cambiamos de casa, debo reconocer que se siente como estar en una nueva identidad; extraño mi barrio, llevaba toda mi vida, por corta que parezca, yendo al mismo puesto de periódicos, saludando todos los días a Lencha la señora de la tortillería y a Filemón, el poli de la tiendita de la esquina. De alguna manera me sentía segura porque conocía la zona, incluso las partes “peligrosas” las sabía esquivar, como al pobre hombre que se ponía en frente de la casa azul a divagar y todos lo conocían como “el drogado”. Tal y como dice el dicho: “más vale bueno por conocido que bueno por conocer”. Aunque, por otro lado, tengo una sensación entre de temor y emoción por explorar todo lo que gira alrededor de mi nueva casa: la calle, los vecinos, el jardín, cómo acomodar los muebles, los ruidos ambientales, los comercios de los alrededores; vaya, hasta el canto de los pájaros al amanecer… debí haberme inscrito en alguna de las tropas de las niñas scouts, así sabría por dónde empezar y tener un mapa trazado… ¡si hubiera sido una de las haditas…! Pero no fui scout… ni modo, escogí teatro, no creo que me sirva de mucho para esta tarea. Entré a clases de teatro con la intención de quitarme lo tímida, la verdad es que siempre preferí observar que proceder… hay algo en el mundo que casi todos suelen dejar pasar: un gesto triste que se quedó sin consuelo, eventos que tienen gracia pero nadie los vio y las risas se quedaron siendo fantasmas, berrinches que debieron ser escuchados, hojas que cayeron lentamente cuya melodía no recibió aplausos, vientos que acarician y fueron tratados como cosquillas impertinentes. Pero cuando eres niño, se espera de ti una hiperactividad asociada a las ganas de crecer saludable… con las clases de teatro no cambié, pero me quedó claro lo que el público quiere de ti, aprendí a entender más a los demás que a mí misma y por ello, estaba preparada para conocer a los vecinos y en poco tiempo darle los gestos esperados.
La nueva casa está situada en una colonia más tranquila que donde viví casi toda mi infancia; es, por así decirlo, un lugar más bonito pero yo diría que más aburrido. Hay pocos transeúntes, algunos carros y casas muy grandes que parecen estar dormidas. Esa fue mi primera impresión, pero la primera impresión suele ser la menos veraz; como buena observadora aprendí a tener paciencia y por lo tanto, sabía que lo mejor estaba por venir.
A muy temprana hora se escuchó la campana del camión de la basura, y por fin, vi a los vecinos: unos en pijama, otros ya trajeados para el trabajo, algunas mujeres con delantal, otros paseando al perro; todos aprisa para entregar bultos a los cuatro jóvenes, que hacían de la organización del cartón, plásticos y desperdicios, un dominio como nunca imaginé. Lo único que se escuchó entre los vecinos fue “buenos días” y “gracias”… al parecer no son muy amigables en la cuadra. Durante la mañana sólo se vieron un par de carros salir de las casas camino al trabajo, supongo… y al medio día hice registro del segundo evento de la cuadra: una tonadilla corta pero clara en su mensaje “¡tiriiiiirin!” el afilador, con un silbido toda la colonia sabía que podía llevar a afilar cuchillos, tijeras o aspas de la licuadora; pasó en su bicicleta con su esmeril en la parte de atrás y, por lo menos el día de hoy, nadie quiso afilar nada. Tal parece que estuviéramos en el viejo oeste y fueran los fantasmas quienes siguen al caminante, los dueños de esta cuadra; que anhela, recorre y decide permanecer quieta con el destino de las almas en pena que mantendrán por siempre estas personas, que más que personas, son autómatas del futuro que viajaron en el tiempo, quedaron atrapados en el limbo y tan sólo esperan… ¡No, no pienso volverme un zombie más de la calle “Matapulgas”… algo le pasa a esta gente… de pronto, el sonido de los cascos de un caballo me sacó de esas fantasías entretejidas a partir de tantos cuentos que había leído… ¡un caballo en la ciudad! Eso sí era algo nuevo para mí; hasta ahora, lo más raro que había escuchado, es que el musgo de los árboles siempre mira hacia el norte. Un hombre vestido de charro conducía un caballo negro, tan negro que brillaba como esas noches de baño de luna. A paso lento, el charro en su traje de faena se acercó a la casa del vecino sin apearse… de inmediato un hombre presuroso le hizo una reverencia diciendo “¡Don Adelio!”; éste, sin decir una sola palabra le extendió un sobre y movió la cabeza como asintiendo. El vecino dijo “¡ah! Lo de este mes” y el charro, Don Adelio, jaló la rienda y dio media vuelta a su caballo… cuando pasó por mi casa miró hacia mi ventana y no sé si por susto, por instinto o simplemente porque no supe qué hacer, me escondí ¡gracias al cielo todavía no hay cortinas! Porque así no podría estar seguro de que lo estaba espiando.
La casa iba tomando forma, ya con los muebles en su lugar, cada uno debía llevar las cajas a su recámara; yo iba muy atrasada en ello, hasta ahorita sólo había abierto la primera caja, mi labor de investigación de los vecinos ocupaba todo mi tiempo. Después de la comida, tocaron la puerta… era el vecino de al lado, dueño de una de las dos únicas casas que estaban pegadas a la nuestra, traía un platito con galletas recién horneadas; a su esposa le gustaba hornear para intentar sobrellevar el hecho de que su hijo tenía una discapacidad, y así sentir que consentía a un chiquillo con pastelillos y galletas. El vecino se presentó como Sergio ---¡Bienvenidos! Estoy a sus órdenes…--- no obstante su gesto amable, no quiso pasar y se retiró muy pronto diciendo ---estas galletitas las hace mi esposa, son muy buenas--- más tarde les daríamos mate viendo en la televisión la “serie de ovnis” que le gustaba a mamá.
Pasaron un par de noches y aún me costaba conciliar el sueño por tanta calma, por muy raro que parezca, me faltaba el ruido de los carros, el sonido ambiental de los de la taquería “El Bucanero” y los silbatazos de los rondines de policía a lo largo de la noche; el canto de un búho a lo lejos era lo más acercado a arrullarme aquí en la nueva casa. Después de darme un par de azotones en la almohada y de enredarme y desenredarme en las cobijas buscando un apoyo para dormir, me levanté y fui a la cocina en busca de agua, leche o algo que me ayudara a dormir; qué bien me caería un baño de agua de lechugona que la Tita Mary me daba de pequeña. Sentada en la mesa de la cocina y contemplando los rayos de la luna que se colaban por la ventana y alumbraban el piano, como si las benditas ánimas bajaran a tocarlo cada luna llena, escuché un rechinido… se oyó tan cerca que parecía que alguien te respiraba en la nuca… volteé de inmediato hacia atrás y sólo había una pared; no me atreví a prender la luz, tan sólo esperé… y se volvió a escuchar, pero esta vez, sí lo distinguí plenamente, era como si arrastraran una silla, como cuando te corrigen, por ser de mala educación, meter tu silla al retirarte de la mesa con tanto ruido; o quizás era algo más pesado, una mesa tal vez… amanecí sentada en la mesa y con la mejilla marcada por el sweter, mi guardia no tuvo éxito, no volví a escuchar nada y por más que vigilé, caí dormida.
La casa ya estaba de todo a todo, se veía linda y mi cuarto ya se sentía mío. Pronto entraría a la nueva escuela y no había vuelto a escuchar aquel ruido. Mamá y yo estábamos listas, teníamos todos mis útiles de la escuela sobre la mesa para forrarlos y etiquetarlos con el papel manila reglamentario… se escuchó el ruido… mucho más fuerte que la vez anterior… y de pronto, un salto en el techo y otro más y otro más… una corretiza de noche… nos asustamos, no podíamos asomarnos, corrimos, me temblaban las piernas, por primera vez tuve miedo de verdad… todo se calló, no se oyó nada más… después de un rato llegó la policía, revisaron todo y no hubo nada sospechoso.
Llegó el amanecer y nuevamente escuché los cascos del caballo, corrí a la ventana… ¡no había nada…! Al cabo de un rato tocaron la puerta, era Sergio, preocupado y pensativo… y por fin preguntó: ¿qué pasó anoche…? Con ganas de desahogarme y bajar la ansiedad le dije sin pensarlo y de forma casi inmediata: el vecino que vive al lado hizo más ruido que lo normal… y entonces ---¡ahí no vive nadie--- me interrumpió levantando la voz, daba la impresión de estarme llamando la atención; continuó su discurso diciendo que era imposible que hubiese escuchado algún sonido, tal pareciera que estuviera escondiendo algo, pero algo muy pero muy secreto. ¿Acaso sabría quién era el charro negro? La señora de las quesadillas que se pone en la esquina cuenta que su abuela le hablaba de una leyenda en donde un charro se aparece a buscar a un hombre que cuidaba a su madre, le daba dinero, pero no la veía por miedo a que lo maldijera por toda la eternidad… ¿por qué lo maldecía si era su hijo? Qué va, cosas de pueblo; debe ser un hombre que tiene encerrada a la pobre anciana y por eso se enojó Sergio; si algo recuerdo bien, es que dijo que casi todos los vecinos son viejitos. Finalmente entré a la escuela, hice nuevos amigos y ya me movía en el barrio como pez en el agua; no volví a ver al charro ni a oir su caballo, enrejaron la casa y la policía dijo que de seguro se metieron algunos vagos en la casa vacía de al lado… Sí, pasó el tiempo y no averigüe nada… se los dije, no fui niña scout. No le dije a nadie lo que vi aquella noche por la ventana, sin embargo, de vez en cuando oigo que arrastran algo en la casa de junto… será una viejita encerrada, un vago, un fantasma o Sergio escondiendo algo, no lo sé; me ocupé de la escuela, de mis deberes y fui creciendo… Una de dos, o me acostumbré a las leyendas de la colonia o aprendí a hacerme de la vista gorda con el gesto neutral que aprendí en las clases de teatro.
Maricela Bustillos Rodríguez
Junio, Rancho Paraíso. Ciudad de México.
Maricela Bustillos Rodríguez
CDMX, Mex.
Lic. Psicología, bailarina, autora y narradora.
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