“haga lo que le digo y no me interrumpa...”
Cuántas veces no hemos escuchado la frase “el que se enoja pierde” y, sin duda alguna, hemos ocupado el lugar del que se enoja hasta que aprendemos a tener la paciencia y la cordura para resolver el problema… Y así le sucedió al Dr. Alcocer en uno de tantos pueblos en donde llevó a cabo su práctica médica.
El Dr. Alcocer era un hombre práctico, conciso, claro, directo; incluso había quien lo calificaba de parco, rudo y hasta grosero. Era Traumatólogo pero fungía como Médico General; tenía a su cargo el cuidado de la comunidad de petroleros en varias partes del sureste mexicano. Continuamente viajaba con su familia a la plaza en turno residiendo en ella, lo que podía durar desde meses hasta un par de años. Dicen que de los viajes se aprende, el disparo de estímulo de lo nuevo… paisajes, costumbres, ideologías; y el Dr. Alcocer tenía, por decirlo así, una bitácora muy interesante en su práctica de tiempos pasados.
Pensar estar en medio de las selvas del sureste mexicano, recuerda una aventura de “Médicos Sin Fronteras”… Como aquella ocasión en que se presentó una epidemia de Cólera en el pueblo. El Dr. Alcocer hizo lo propio y notificó de inmediato a las autoridades, mismas que mandaron un cargamento de antibióticos al Centro de Salud; pero nadie contaba con el huracán… A su paso, tiró palmeras y causó deslaves que bloquearon la única carretera de acceso. Había que esperar a que fuera disminuyendo la intensidad a tormenta tropical para poder trabajar en abrir la carretera, mover la maleza, el lodo y el barro arrastrado con plantas y animales… ¿Y la gente…? La epidemia iba creciendo, y los enfermos empeorando… Un Médico no puede cruzarse de brazos ante el sufrimiento de sus pacientes… el Dr. Alcocer estaba derrumbado, se sentía derrotado y su lenguaje corporal lo decía todo: sentado en una silla, recargando los codos en la mesa y con las manos en la cabeza… Uno de esos momentos en que se desea aclarar la mente pero se consigue el efecto contrario… la misma idea regresa una y otra vez hasta que algo o alguien nos saca de ese estado de aturdimiento propio… y así fue, la señora que limpiaba la clínica sacó una bolsita de detergente y en una cubeta con agua hizo abundante espuma diciendo: “para semejantes enfermedades, sólo con Fab”. El Dr. Alcocer volteó a ver la cubeta de espuma y parándose de un salto le dijo: “¡tiene usted toda la razón!”; llamó a la enfermera asistente y a uno de los muchachos que estaba fuera de la clínica, le dio un billete y le dijo: “apúrate, córrele muchacho y tráeme dos bolsas de Fab de las grandes”. La enfermera se preguntó para qué quería el Dr. con tanta prisa dos bolsas de detergente… “páseme la báscula”, dijo el Dr. y comenzó a hacer una serie de cálculos y fórmulas matemáticas en una hoja de papel… “saque del dispensario las medicinas que sean cápsulas y vacíelas” “¡Pero Dr.” “haga lo que le digo y no me interrumpa” y dicho y hecho, la enfermera llevó a cabo la instrucción y esperó! Cuál no sería su sorpresa cuando vio al Dr. pesar en la báscula gramajes específicos de Fab y rellenar las cápsulas… “dele una cápsula a todos los pacientes que tengan vómito y diarrea” “¿seguro, Doctor…?” “¿va usted a seguir preguntando todo el día…? ¡haga lo que le digo!”.
Todos los pacientes de camas y sillas de la clínica tomaron la cápsula de Fab… pasaron las horas y, como por arte de magia, la gente pudo descansar… Pacientes y enfermeros pasaron una noche calma… sin quejidos, sin vómitos, sin diarrea y con tranquilidad… el silencio favorecía el sueño y los únicos que no callaron fueron los grillos.
Pasaron varios días… y el ejército llegó con las cajas de antibióticos… no esperaban encontrar lo que vieron… una epidemia controlada y pacientes hidratados, una clínica limpia y funcionando en uno de los momentos más difíciles de la historia que quedaría escrita en ese pueblo… trataron al Dr. Alcocer de exagerado e incluso se llevó malas caras, gestos silenciosos de reclamo por parte de los soldados; pero los pocos testigos que vieron el remedio emergente del Dr., sabían que era un héroe…
Volviendo al principio de la historia… este es un relato que habla de lucha de poder y, a varios kilómetros de distancia y un par de años después, el Dr. Alcocer llegaba con su familia a una nueva misión, un nuevo pueblo que lo esperaba con ansias pero con un candado de restricción… Don Anselmo, el cacique del pueblo, con su riqueza y sus influencias, abusaba de la administración de la comunidad; como dirían ahora, una mala política. Nadie movía un dedo sin la autorización de Don Anselmo, había que pedir permiso para todo y la clínica de salud no escapaba de su control.
El Dr. Alcocer llegó a la clínica a presentarse, a hacer inventario y organizar, lo más pronto posible, la agenda de citas… pero para su sorpresa, no obstante que lo habían llamado en calidad de urgente… “preséntese a la brevedad”, decía el telegrama, la clínica estaba vacía. La señorita enfermera estaba sentada en una banca de troncos fuera de la oficina abanicándose para no sudar su impecable uniforme blanco… los calores del sureste no perdonan y conservar la pulcritud sin “clima” o ventilador es prácticamente imposible.
Una vez abierta la clínica, el Dr. Alcocer, la señorita Pech y el Sr. Galindo encargado de la limpieza, pusieron manos a la obra y en unas cuantas horas todo estaba listo para recibir pacientes. Pero esa tarde nadie llegó, quizás porque aún no habían corrido la voz… al día siguiente, tampoco llegaron pacientes… Y así pasó la primera semana.
“¿Qué pasa…?” preguntó el Dr. Alcocer… La señorita Pech bajó la mirada, el Sr. Galindo no aguantó más y dijo: “todo es por Don Anselmo, no permite que la gente se acerque”. El Dr. guardó silencio, agarró su maletín y colgó la bata blanca en el perchero… “que tengan buenas tardes” y se fue. Fue directo a visitar la casona de Don Anselmo “El Gran Portón”… Una reja con herrería característica del virreinato dejaba ver el interior, ahí estaba Don Anselmo con dos caballerangos dándole malacate a una yegua azabache. Portando una guayabera impecablemente blanca y planchada, el Dr. le dio un jalón a la cuerda de la campana y los tres hombres voltearon al instante hacia la puerta; una señora con terno se apareció de inmediato y preguntó en qué le podía servir… “déjelo, Chayo, yo atiendo”, dijo Don Teófilo el caporal… “¡que pase…!” gritó Don Anselmo. El Dr. entró y se acercó al centro de la explanada… “ya se había tardado, doctorcito” “¿por qué no deja que la gente vaya a la clínica…?” “usted no ha venido a pedir permiso” “pues ya estoy aquí… no vengo por su permiso” “¡ay, doctorcito… algún día…” Don Anselmo se dio media vuelta y se metió a la hacienda; todos guardaron silencio mirando al Dr. en este tipo de escenas, esperamos siempre una batalla campal… pero no… el Dr. recordó a un Maestro que le decía que se fuera de la facultad, que vendiendo carne de cerdo tendría más fortuna y menos problemas… y una mezcla de casta y juramento hipocrático, le dio la calma al doctor… y se fue.
La clínica permaneció cerrada por un día… tres días… y el quinto día a muy temprana hora, tocaron la puerta de la casa del Dr. Alcocer “Chato, hay un hombre en la puerta” a salto de cama y con el corazón en la mano, el Dr. le dijo a su esposa que se encerrara en el cuarto con los niños. Abrió la puerta y un peón sudado y con cara de susto y jadeando de tanto correr, se quitó el sombrero y le dijo: “¡doctorcito, Don Anselmo se cayó del caballo y no puede respirar!”. Un doctor nunca niega la atención, ni a un cobarde, ni a un abusivo, ni a un delincuente, ni a un enemigo… “espéreme ahí, voy por el maletín”.
Al llegar a campo abierto, cerca de un gran henequén, estaba tirado Don Anselmo, su gesto de angustia lo decía todo, en cada intento de respirar sentía, lo que podríamos llamar la fragilidad de la vida… el darnos cuenta de que un cristal se puede romper en cualquier momento… con su experiencia, el doctor, casi al instante supo que tenía las costillas rotas… y al explorarlo, lo confirmó “hay que llevarlo a la clínica” “doctorcito, no podemos subirlo al caballo, no aguanta el dolor y nos amenazó con colgarnos si le duele más”. El doctor se quedó pensando… todos callados… tal pareciera que los papeles se habían invertido… el mando lo tenía ahora el doctor.
“¡traigan una silla y amárrenlo!” todos se pusieron lívidos y miraron a Don Anselmo esperando su aprobación; este movio la cabeza asintiendo. Con dos maderos largos atravesando por las patas de la silla, Don Anselmo tomó posesión de un aparente nuevo trono, una silla gestatoria como aquella que transportó Papas y Reyes, o quizá recordaba las literar que llevaban Faraones… Don Anselmo fue llevado en andas por todo el pueblo… sin duda alguna era un hombre de poder, pero en esta ocasión, un hombre de poder caído mostrando el lado que nunca debe dejar ver un hombre poderoso: la fragilidad, la vulnerabilidad, lo sorprendente de encontrarse súbitamente en un estado lábil. Todos callaron, sí, pero bien sabía Don Anselmo y todo el pueblo a su lado que “era el día de pagar cuentas”… un ambiente de revancha pululaba en el aire, la burla y el escarnio eran los protagonistas silenciosos pero presentes y como todo hombre poderoso, tuvo un protector, el Dr. Alcocer, un hombre que a los ojos del pueblo, emanaba una imagen chamánica. Y así fue interpretada la cura de Don Anselmo… al llegar a la clínica, el Dr. Alcocer inyectó alcohol en los músculos intercostales por arriba de las costillas fracturadas, haciendo gala de su maestría, lo hizo de forma oblicua para no perforar el pulmón, y lo mismo que toma de tiempo un chasquido de dedos, fue lo que le tomó a Don Anselmo sentir un alivio total. “como magia negra” dirían los habitantes del pueblo.
Nadie supo qué fue lo que pasó dentro de la clínica, qué hablaron o no hablaron Don Anselmo y el Dr. Alcocer… sólo se supo que Don Anselmo salió de pie, con la mirada de siempre, repuesto… incluso se podría decir que parecía un nuevo hombre, con la misma cara y mismo carácter pero con una mirada distinta… Esa que tienen los que saben que el poder puede volverse un arma de doble filo y que tal y como dicen los hombres de campo “si no te has caído del caballo, todavía no eres un jinete”.
Maricela Bustillos Rodríguez.
Agosto, Rancho Paraíso, Ciudad de México.
Maricela Bustillos Rodríguez
CDMX, Mex.
Lic. Psicología, bailarina, autora y narradora.
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