"En Versalles te busqué, así vestida de condesita, aunque sabía que no me ibas a escuchar. Lo hice entre los pasillos, después te olvidé por concentrarme en el azulejo y me perdí en las pinturas..."
Siempre quise conocer París, pero debo confesar que lo que más me gustó fue estar en la zona medieval, renacentista y barroca. Para explicar esto debo comenzar con Notre Dame. Realmente entristecí cuando se quemó, porque me inspiró para varios relatos. Notre Dame es una iglesia que se construyó entre 1163 y 1345 en la Cité, la isla comunicada con la ciudad por varios puentes. Tiene tres portadas, con veintiocho estatuas y las famosas gárgolas. Lo que más sobresalen son sus coloridos vitrales y rosetones, en los que se representan escenas bíblicas. Mi mamá se mareó con el incienso, pero a mí me sobrecogió su fachada y el aire espiritual que se respira en su interior. No sé por qué, pero me gustó más que la Basílica de San Pedro. Será que en Notre Dame se experimenta un ambiente que definitivamente te transporta. Si cerraba los ojos, me iba al siglo XIII y escuchaba el choque de la armadura de los soldados, los ruegos de los penitentes, así como apreciaba los coloridos trajes, mientras el pueblo común se cubría con harapos.
Muy cerca de la basílica, en la misma Cité, se sitúa el castillo medieval, así como la Santa Capilla, con sus fabulosos vitrales. Para subir a ella, tienes que utilizar estrechas escaleras, que me hicieron preguntar por las personas con sobrepeso, altas o simplemente ataviadas con complejas armaduras, algo muy común en la época. Admirando las imágenes de los alargados y coloridos vitrales vi numerosos turistas, pero creo que éramos las únicas hispanas.
En la isla se palpa el medievo si ignoras los edificios más recientes. Con un poco de esfuerzo puedes concebir a docenas de caballos y estandartes inundando la zona. El mercado era un continuo bullicio de mercaderes provenientes de toda Francia, así como extranjeros que comerciaban con seda y especias orientales. Fue habitado por Felipe el Hermoso y su familia, una dinastía que fue maldecida por el gran maestre de los templarios, por la ambición del monarca.
La decadencia comenzó cuando en el año de 1314, se descubrió que Margarita, la esposa del príncipe heredero se citaba con su amante en la Torre de Nesle con el mayor sigilo. Era común ver a la princesa Margarita rumbo al muelle del Sena. La visualizo usando un vestido ajustado de la cintura color rosa, con anchas mangas, el cabello recogido con una tiara de oro. Aunque sus damas también vestían finos brocados, no se podían comparar a su señora y los caballeros saludaban con una ligera inclinación. El príncipe Luis era un hombre joven, enfermizo, de poca presencia muy diferente a su padre, quien podía aplacar con una sola mirada. El escándalo obviamente llegó a sus oídos. Los Valois, así como otras familias de renombre, entre los que estaba Roberto de Artois habían hecho pública la infidelidad de la futura reina. La humillación de Luis fue alarmante.
Esposaron a Margarita entre injurias. Todos recordarían el pálido rostro de la princesa, el llanto de su cortejo. Blanca, la esposa del príncipe Carlos, también era infiel a su marido, lo cual afectó a su hermana Juana, casada con Felipe, el segundo heredero. Matilde de Artois, madre de Blanca y Juana, hizo lo posible por limpiar el nombre de sus hijas, pero fue en vano. Sólo Juana pudo salvarse, pero el destino de Margarita y Blanca, ya estaba marcado.
Se declaró ilegitima a la hija de Luis, y las dos princesas fueron puestas en cautiverio. Años más adelante, Margarita sería estrangulada y Blanca jamás alcanzó la libertad. Luis volvería a casarse, llegó al poder, pero murió sin un heredero. La maldición del maese de los templarios se prolongó en la estirpe de Felipe el Hermoso, pues la corona pasó consecutivamente a sus dos hijos menores, a los que tampoco les sobrevivió un hijo varón. Debido a una ley de sucesión donde sólo los hombres podían heredar que se promulgó por esa época, cuando murió Carlos, el derecho a la corona pasó a su sobrino, el rey inglés, el cual era el primogénito de Isabel, la Loba de Francia. Con eso iniciaron las reclamaciones de Inglaterra sobre la corona francesa, que desembocó en la Guerra de los Cien años.
Al conocer esta historia en la saga de Los Reyes Malditos de Maurice Druon, me conmoví. Sentí pena por Margarita y Blanca, empatía con Isabel que no era amada por su esposo inglés, y sobre todo, angustia al ver cómo los sucesores varones iban muriendo. Anhelaba conocer el castillo del Rey de Hierro o Felipe el Hermoso, por ello no podía quitar mis ojos de encima cuando realmente ocurrió. En este palacio que después sería conocido como la Conciergerie, la prisión del estado, estaría detenida María Antonieta en el siglo XVIII. Muchos perderían la vida entre sus muros.
Si cruzas la calle y caminas un poco te encontrarás con el renacimiento. Aún no tengo el gusto de conocer los edificios de la antigua Mesopotamia o Egipto, pero, gracias a los saqueos culturales, pude apreciar en el Louvre un poco del mundo antiguo. De niña leí El Poema de Gilgamesh, una epopeya sumeria. Posteriormente leería sobre la estancia de Alejandro Magno en Babilonia y Persia, en la saga de Alexandros de Mandfredi; así como Sinuhé, el egipcio de Waltari, o el Libro de los Muertos; y qué decir de los pasajes de La Biblia de Moisés y la Torre de Babel. En el Louvre, pude ver una probadita de todo esto. No puedo negar que lo que más me gustó fueron las salas del mundo antiguo. Ahí contemplé una momia, varios sarcófagos, la escultura de Akenatón y Nefertiti, y un sinfín de piezas más, así como esculturas mesopotámicas. Ya adivinarán lo que sentí.
Por otro lado, el Louvre es un impresionante palacio renacentista. Ahí vivió Francisco I, Enrique II y Catalina de Médici. Fue protagonista en las guerras de religiones contra los Hugonotes o protestantes franceses, donde sobresale la matanza de San Bartolomé de 1572.
No dejé de contemplar sus paredes y techos oyendo en mi cabeza la voz de Margarita Valois tras alguno de sus amantes. La imaginé bajando por las escaleras rumbo al antiguo jardín. También pude apreciar a su abuelo, Francisco I, un monarca totalmente renacentista, amante del buen vivir. Lo evoqué bebiendo y tarareando alrededor de alguna fuente, mientras sus lacayos lo seguían, no fuese a tropezar. Cuando la corte de Luis XIV se trasladó a Versalles, el palacio de Louvre quedó prácticamente abandonado y más adelante se pensó en demolerlo, hasta que un grupo de mujeres caminó por las calles en 1789 gritando: ¡Al Louvre! Gracias a eso, abrieron de nuevo sus puertas. Ahora es el museo más famoso del mundo con una colección impresionante de pinturas, esculturas y tesoros del mundo antiguo. Si bajas por donde te lleva el guía, puedes acceder a los pilares del castillo medieval en el que se cimenta el palacio, mientras que arriba, una pirámide moderna de cristales, nos recuerda que sigue muy vigente.
Quisiera terminar esta experiencia con lo que me dejó visitar Versalles. Salimos muy temprano del hotel, pues queda a 20 kilómetros de la capital. Muchos teníamos sueño, por lo que no disfrutamos del camino, pero al llegar no podía dar crédito a lo que veían mis ojos, sus dimensiones, la cantidad del oro incrustado en sus paredes, la capilla, los jardines, ventanales o herrería, la deslumbrante Galería de los Espejos, las habitaciones reales, los floridos muebles, los relieves del rey sol. Al finalizar mi madre me regaló un pequeño cuaderno con una mujer vestida a la moda del siglo XVIII que aún conservo y me inspiró para escribir lo siguiente:
En Versalles te busqué, así vestida de condesita, aunque sabía que no me ibas a escuchar. Lo hice entre los pasillos, después te olvidé por concentrarme en el azulejo y me perdí en las pinturas, esos enormes retratos de Luis XIV. Las sillas del comedor hicieron que te recordara, ¿de ser ciertas mis suposiciones brindaste alguna vez con ellos? Posiblemente hablaron de política o sobre aquel compositor que desde Viena llenaba sus tardes de música. Quizás te vi en la corte de Luis XV, donde conociste a la Delfina recién llegada de Austria. Te dijeron que era una extranjera, que debías torcerle el gesto, pero a ti te simpatizó, así que al verla sonreíste. En el salón de los espejos, donde apenas puedes respirar al ver los candelabros, y está lleno de turistas que hablan docenas de idiomas, apareciste corriendo con ese vestido largo y el cabello blanquecino. ¿Me viste entre la gente? Supongo que no, porque estamos en diferentes épocas, yo aquí en el 2013 y tú en la corte que sería de María Antonieta. Aun así puedo observarte rodeada de aquella corte, mientras sostengo mi tríptico informativo. Me gusta Versalles, el barroco francés no puede estar mejor representado en sus balcones y columnas. El jardín invita a los secretos y las intrigas, por lo que por todos lados escuchas: ¿sabían que las colonias de Norte de América se quieren independizar? ¿Ya supieron de lo que su rumora? ¿Qué aquel conde está estrenando amante?
Compro en la tienda de souvenirs algunas postales, una libretita de notas, mi celular tiene innumerables fotos del palacio, pero cuando estoy a punto de subirme al autobús que nos regresará al hotel, te asomas y comprendo que no fuiste parte de mi imaginación.
Primavera Abril Encinas
Obregón, Sonora, Mex.
Autora, Psicóloga.
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